viernes, 13 de mayo de 2011

Delta del Misisipi

Es una manía. Y ni siquiera un tuso me huele el pellejo. Las mujeres se reúsan a tocarme, a beberme como coñac. Tengo algo que les atrae pero que a la vez les aterra. Solo, vagabundeo y sin sensaciones cálidas. Desfallezco mientras regodeo, y es cuando llega la noticia acerca de mi confirmada soledad. Me sugirieron viajar a otro continente, ir a Ámsterdam a comer un poco de beschuit, por ejemplo, aunque me caería mal, muy mal. Oyendo a Joseph Haydn embriago y hago responsos a Dionisos. Mi cotidianidad ya no es la misma desde que perdí a los míos. Sé, mediante cartitas nostálgicas, que mis hijos tienen un papá ficticio. Yo, en cambio, ando lento por el itinerario, cayendo, volcándome en la desesperación, esperando un desagravio. Mis amigos también me han largado. Creo que así uno ya no necesita ni pastillas ni idea para el suicidio. Aunque hace unos días compré un opúsculo evangélico que decía, “la reflexión lleva a tomar decisiones causales y vigorosas, de remiendo”. Trataré de hacer comunión para no perder por completo la vida, salvaré a mi linaje como un héroe sin patria. Con la dicotomía del cuerpo y del alma construiré un barco pequeño de papel kraft y sin timonel navegaré hasta la orilla del delta del Misisipi.

1 comentario:

  1. Delicioso, Carlos. Si tu soledad te deparará este tipo de textos, quizá no sea conveniente ver la peli sobre Ginsberg en tu casa. (:

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